23 marzo, 2013

Noches aladas.

Allí estábamos. Dos desconocidos
bajo la lluvia contando
los poros de nuestra piel
y elevándonos al infinito.

Con las gotas corriendo entre sus líneas
era más sencillo aprenderlas. Y así
memoricé cada uno de sus pliegues
transversales u horizontales,
en los que podría haber escrito versos;
pero estaba demasiado ocupada
susurrándoselos a su cuello.

 No sé si confundí uno de sus lunares
con la Luna nueva, o es que me la había
bajado para que la iluminase la lluvia
que se deslizaba por las marcas
de mis uñas en su espalda.

Las horas pasaban de largo
entre nosotros; no querían mirarnos
por miedo a morir. De envidia, claro.

Pero nuestros relojes se pararon,
creyendo que podrían retener
ese momento para la eternidad
(nuestra);
               y sus agujas como espinas
se clavaban en nuestro estómago
acelerando que las orugas hiciesen
su metamorfosis.

Recuerdo perfectamente cómo esa sábana
fría quedaba arrugada en el suelo, mientras nosotros
despertábamos a los pájaros
a la par que ascendíamos hacia el cielo.
Cuando me quise dar cuenta estábamos tan lejos
de la tierra que tuve vértigo. Vértigo
a que sus besos cesaran,
y con ellos la ingravidez de nuestros cuerpos
(las ropas habían quedado abajo).

Encendimos al Sol; éramos puro fuego,
pero no me consumía, ni yo a él.
Éramos eternos por un instante de naufragio
en un océano que nos mecía con el aire
que no podía correr entre nuestros besos.
Sólo los suspiros eran capaces de colarse,
pero pronto se escapaban, derribando
montañas de acero que se levantaban
a nuestro alrededor.

Y no, la gotas y el aire
 no eran los únicos que se corrían.

2 comentarios:

  1. Esas son las noches que terminan mereciendo la pena. (Sobre todo con ese final).

    Pd. Un León se ha pasado por aquí.

    ResponderEliminar
  2. La gracia es que abundan esos finales. Pero pocos te hacen el desayuno a la mañana siguiente.
    Dile al León que puede pasear por aquí cuando guste, es siempre bienvenido.

    ResponderEliminar