Era una noche amarga, de esas que saben a café sin azúcar. Igual sabía así por los pocos granos de dulzura que el día había vertido sobre ella. O ella sobre el mundo.
Era una noche con muchas luces, y pocas alegrías. La Luna brillaba redonda, y no había ni una nube que tapase las estrellas. Aún así, le parecía la noche más oscura de todas las vividas.
Era una noche de soledad. Ella no quería estar sola. Él quería desvestirla. Error atroz.
Él la desvistió. Pero ella seguía sintiéndose tan sola como al principio, o más. El olor de la noche cambió; pasó al sudor. Pero no de amor. No del agradable. Era ese olor que no se va con una ducha. Del que acompaña días y días clavado en la mente. O en el corazón.
No, en el corazón no. Ella ya no tenía corazón; lo perdió en una apuesta contra el mundo, junto con todo su azúcar. "Quién es capaz de vertir más dulzura sobre él", se retaron.
Sin corazón, sin dulzura, y, ahora, sin él. El mundo la engañó. Su mundo de invierno constante. De infierno descosido. De lunares rotos. De lunas sin su rostro. De palabras vacías, y de versos sin suspiros. De noches a solas, insomnes, y poco oníricas.
Su mundo sin él. Ni siquiera consigo.
Su mundo, destruido por la llama que les unía. Un mundo de cenizas.
Cenizas. No necesita más para resurgir; pues ella nunca olvidó que es un pájaro de plumas doradas. Un ave Fénix.
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