A veces pienso que vivo demasiado bien. Me refiero a que estoy demasiado acomodada a los lujos, a que nunca falte nada en la mesa, a tener lo que quiera y cuando quiera (no caprichos, simplemente necesidades arbitrarias, necesidades que son llamadas necesarias por la sociedad en la que vivimos).
Me gustaría que no fuera así. Querría sentir el estómago vacío, tener que llenármelo trabajando yo misma para hacerlo. Vivir precariamente, con lo mínimo. Mi espíritu de supervivencia es prácticamente nulo. Me gustaría endurecerlo hasta que fuese tan fuerte como las olas que azotan las rocas de un acantilado un día de tormenta. No necesitar nada más que lo imprescindible, porque no pueda permitírmelo. O porque no quiera tener más. Pasar frío en invierno. Tener que ducharme en un lago, no en mi bañera rebosante, que dispone de agua caliente las veinticuatro horas del día. No tener más a lo que dedicarme que tocar la guitarra bajo la sombra de un árbol, dibujar, escribir, soñar, aprender sobre las plantas, la fauna y los paisajes que me rodean. Disfrutar de cada mínimo detalle, y sufrir por ellos. Es difícil descubrir qué es el hambre, cuando nunca lo has sentido verdaderamente. Es difícil imaginar lo que cuesta encontrar comida, cuando nunca has ido a buscarla. Es difícil imaginar una vida sin aparatos electrónicos sofisticados (innecesarios), cuando jamás has vivido sin ellos. Esas cosas innecesarias te hacen acomodarte. Y a mi no me gusta vivir acomodada. Me gustaría poder disfrutar cada trocito de fruta, sabiendo que me costó un trabajo y sudor encontrarla, subir al árbol, reunirla y transportarla hasta mi pequeña casa.
Creo que podría acostumbrarme a esa vida. Y creo; no, estoy segura, de que me gustaría. Me fortalecería. Me haría luchadora. Una superviviente. Esa parte de mí que no puedo desarrollar aquí, en un lugar donde las modas lujosas guían a la sociedad.
Sé que este no es mi lugar. Lo sé. Solo necesito buscar allí donde pueda vivir a mi manera. Allí donde necesite ser fuerte para sobrevivir. Allí donde tenga que creer en mí. Allí donde la subsistencia sea obligatoria, y no fácil. Allí donde nada ni nadie pueda acabar conmigo.
Me gustaría que no fuera así. Querría sentir el estómago vacío, tener que llenármelo trabajando yo misma para hacerlo. Vivir precariamente, con lo mínimo. Mi espíritu de supervivencia es prácticamente nulo. Me gustaría endurecerlo hasta que fuese tan fuerte como las olas que azotan las rocas de un acantilado un día de tormenta. No necesitar nada más que lo imprescindible, porque no pueda permitírmelo. O porque no quiera tener más. Pasar frío en invierno. Tener que ducharme en un lago, no en mi bañera rebosante, que dispone de agua caliente las veinticuatro horas del día. No tener más a lo que dedicarme que tocar la guitarra bajo la sombra de un árbol, dibujar, escribir, soñar, aprender sobre las plantas, la fauna y los paisajes que me rodean. Disfrutar de cada mínimo detalle, y sufrir por ellos. Es difícil descubrir qué es el hambre, cuando nunca lo has sentido verdaderamente. Es difícil imaginar lo que cuesta encontrar comida, cuando nunca has ido a buscarla. Es difícil imaginar una vida sin aparatos electrónicos sofisticados (innecesarios), cuando jamás has vivido sin ellos. Esas cosas innecesarias te hacen acomodarte. Y a mi no me gusta vivir acomodada. Me gustaría poder disfrutar cada trocito de fruta, sabiendo que me costó un trabajo y sudor encontrarla, subir al árbol, reunirla y transportarla hasta mi pequeña casa.
Creo que podría acostumbrarme a esa vida. Y creo; no, estoy segura, de que me gustaría. Me fortalecería. Me haría luchadora. Una superviviente. Esa parte de mí que no puedo desarrollar aquí, en un lugar donde las modas lujosas guían a la sociedad.
Sé que este no es mi lugar. Lo sé. Solo necesito buscar allí donde pueda vivir a mi manera. Allí donde necesite ser fuerte para sobrevivir. Allí donde tenga que creer en mí. Allí donde la subsistencia sea obligatoria, y no fácil. Allí donde nada ni nadie pueda acabar conmigo.
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