Estoy cansada. Siempre la misma historia. Tonos de voz elevados. Demasiado para mis oídos. Riñas, peleas, palabras que hieren. Lágrimas. Ganas de escapar. De salir corriendo. De perderme en algún lugar desconocido para no oírlos. Pero, en cambio, lo único que puedo hacer es meterme en mi habitación, como tantas otras veces, sentarme en mi cama, que se siente más dura e irregular que una roca, poner la música a todo volumen, y olvidarme del resto. No ayuda. Sé que siguen ahí, en la planta de abajo, igual. Me frustro. Necesito salir. Respirar aire fresco. Mi corazón late mil veces por cada segundo que pasa, que se me antoja como una eternidad. Mi respiración es fuerte, entrecortada por los sollozos provocados por mis lágrimas. Me gustaría ser un gato. Poder vagar por los tejados y árboles a mi antojo. Buscar un lugar en el que esté completamente sola, que pueda estar realmente relajada. Necesito eso exactamente, mi propio lugar, ajeno del mundo, lejos de este colchón que ahora me resulta tan incómodo, en el que poder pensar con total claridad. En el que poder ser yo, conmigo misma. Sin más compañía que la soledad. Sobran cosas, y falta espacio. Sobran sentimientos, y falta aire puro. Sobran obstáculos, y faltan luces en este tramo del camino. Respiro con dificultad, mientras espero que todo se calme, centrándome en la música y dejando que los pañuelos se empapen con mis lágrimas.
Necesito salir. Huir. Volar. Pero no sé a donde.
Necesito salir. Huir. Volar. Pero no sé a donde.
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