13 febrero, 2012

Rendición.

Un día te levantas, feliz, con ganas de saltar, bailar, gritar, correr... Euforia, un estado de histeria que te llena y te hace sentir bien. No paras de reir. Necesitas reir todo el día. Pero de pronto, algo se torna en tu cielo, los pájaros abandonan sus cantos, y con ellos se despide ese estado tuyo. Y lo ves todo negro, sin color, y ese oscuro te recuerda a sus ojos, a su cabello, esos en los que tanto te gustaba perderte, y ese que tanto enredabas y desenredabas entre tus dedos, y que tan bien se sentía al acariciar. Y decides que no merece la pena seguir luchando. Y menos un día como hoy. Así que te tiras en la cama, dispuesta a dejar pasar los días entre recuerdos oscuros y lágrimas frescas.
No. Yo no me rendiré. Hasta que no consiga trepar a ese árbol de la felicidad, y permanecer entonces en su copa, no voy a parar. Empezaré por levantarme de esta sucia cama que aún guarda el olor a su colonia, encender mi banda sonora, llena de canciones que incitan a bailar, e ir saltando, con la mirada recién planchada y la sonrisa bien puesta y anudada, a enamorarme de un rubio de ojos amarillos que se encuentra en el cielo de fondo azul claro. Y si no puedo verle, me enamoraré de las gotas que sueltan los nubarrones grises que lo cubren, o de ese antifaz que tiene el mundo para dormir lleno de lucecitas en un fondo oscuro, y con una más grande que parece sonreirme.

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