De vez en cuando me gusta darme baños relajantes. Calor, música, agua. Puedo tirarme una hora sumergida, sin constancia del tiempo más que por el número de canciones que escucho, o por los cigarros que fumo. Cuando tengo un mal día me sienta bien. Me relaja. Me tranquiliza. Aguanto la respiración, meto la cabeza debajo del agua, y me limito a escuchar. De fondo, la música tranquila, perfectamente seleccionada para estas ocasiones. Más cercanos se escuchan los latidos de mi propio corazón, y las gotas que caen al agua. Incluso a veces escucho sonidos que no existen en mi baño, producto de mi mente. Cierro los ojos. Me da por pensar. Imaginar, más bien. Imagino, por ejemplo, que estoy en una pradera, con árboles sobre mí, tapando parcialmente ese sol naranja de un atardecer. A lo lejos, aunque lo suficientemente cerca como para oírlo, un manantial fluye, ligero, limpio. De pronto me encuentro tendida en ese manantial. Noto como el agua cae sobre mí, arrastrándose y limpiando mi piel, sacando la humarera negra que me llena, e impregnándome de una totalmente diferente, contraria, que me proporciona paz. Tranquilidad. Y felicidad. Veo como esa humarera negra se eleva por encima mío, y es arrastrada por el aire cálido. Se esfuma. Los pájaros pían, se posan sobre los árboles y mueven las hojas. Y yo, tirada en el agua, las oigo moverse.
Idílico. Perfecto. Es la paz que necesito. Mi imaginación me lo proporciona. Me hace sentir bien, muy bien. Limpia, nueva, feliz.
Idílico. Perfecto. Es la paz que necesito. Mi imaginación me lo proporciona. Me hace sentir bien, muy bien. Limpia, nueva, feliz.
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