Todos los días me despierto pensando la misma cosa: cuánto tiempo queda para verle. Después recuerdo su sonrisa, su forma de mirarme... Y eso me hace empezar increíblemente bien el día.
Hoy quedaban exactamente 5 horas y 41 minutos.
Pero el cielo estaba gris, y explotó a llover. Algo se torció bajo mi techo, y, desgraciadamente, no hemos podido vernos. En ese mismo momento te sientes boba, pequeña, como si estuvieras debajo de una catarata, con todo el agua cayéndote encima con una presión que crees que es difícil de soportar. No imagináis qué horror, estar tan ilusionada, y que tu sonrisa se rompa en millones de pedazos en menos de medio minuto. PAFF, como cuando un cristal cae al suelo. Hasta lloré...
Pero él sabe hacerme sentir bien, sabe las palabras exactas en cada momento para hacerme sonreír. Sabe como hacerme llorar de felicidad. Tenía que sumar 24 horas más a las anteriores. Se están haciendo unas de las más largas de mi vida. Tengo tantas ganas de verle...
Pero, como dicen, no hay mal que por bien no venga. Esa es una de las frases que más me gusta usar. ¿Qué puede ver de bueno en tener que esperar un día más?
Simple.
Me di cuenta de que es más perfecto de lo que pensaba, pero sabemos que eso no es nada nuevo, tratándose de él. Me di cuenta también de que podré contar con él en una mala situación, y que sabrá cómo ayudarme. Pero lo más importante, es que me di cuenta de que le necesito. En negrita, lo destaco, porque es así, le necesito en negrita. También debería haberle añadido muchísimos signos de exclamación, haberlo puesto en mayúsculas, y, si se pudiera, haber añadido una grabación gritándolo a pleno pulmón, a los cuatro vientos. Porque así es como le necesito, incluso más.
Aún quedan 18 horas y 57 minutos para verle...
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