Hace días me dio por querer ver las estrellas. A veces me da por ahí. Me gusta mirar las estrellas, buscar las constelaciones que conozco, y, quizás, inventarme alguna. Me relaja, me hace imaginar, me despierta curiosidad, me hace soñar. Parece ridículo, pero me pongo a pensar en lo lejos que están a pesar de que pareces poder tocarlas; en si habrá alguien más allá de alguna de ellas haciendo lo mismo que tú, o simplemente pensar si habrá alguien; me hace pensar en el infinito, y si es posible que algo no tenga fin. ¿Cómo puede ser cierto que algo se extiende tanto, que por mucho que avances, nunca te encontrarás con que acaba? Soñar. Pensar. Investigar.
Volvamos a mi ventana, donde estaba asomada hace días para ver las estrellas. Ni siquiera pude encontrar la Osa Mayor. Creo que vi una parte de la Osa Menor, pero tampoco estoy segura. Y ya ni hablar de otras. ¿Todo esto por qué? Por la contaminación lumínica. Vivo en un pueblo en la ladera de un monte, cuya población no llega a los 3700 habitantes. Y aún así, no pude encontrar ni una sola constelación con certeza. Así que esa noche me quedé sin imaginar, sin buscar, sin soñar. Sin sonreír. Y todo por culpa del exceso de luces.
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