Ella, andaba descalza por la calle, con los tacones de 14 centímetros de la mano, y bajo sus pies sentía el frío áspero del asfalto; al lado derecho del cuello dos pequeñas sugilaciones hechas por una boca amante, la del chico que sujetaba su otra mano. Llevaba el pelo sobre un hombro, con algunas ondas ya despeinadas, y un vestido del color de un mar claro sin espalda, tapada con una cazadora de cuero que le llegaba por la mitad del muslo. Normal, no era suya, ni siquiera era de chica; era el fruto de un favor para que dejase de tiritar de frío.
Él, sosteniendo un porro con su mano libre, al que de vez en cuando le daba alguna calada, y otras veces se le daba a la chica con el océano sobre su cuerpo. Iba en manga corta, pues su chupa estaba sobre otro vestido; una camiseta gris que le quedaba algo ancha, pero no lo suficiente como para disimular su ancha espalda que poco antes había sido abrazada; y unos vaqueros algo caídos, cuyo bolsillo trasero a veces era ocupado por una mano ajena. Así, juntos, caminaban por la calle, después de haber intercambiado largas miradas, intensas sonrisas, palabras, caricias, besos.
Al parecer el tiempo había apagado el fuego que les unía; esa vela que consumía el tiempo cuando estaban juntos. Dos años, quizás más, sin saber el uno del otro. Algo menos de dos meses intercambiando falsos saludos amables cuando se cruzaban, porque después ni se molestaban en fingir. Ambos creían que ya no quedaba ni la mecha, ni resquicios de cera en el candelabro. Lo que no sabían era que, quizás, esa vela había crecido con el tiempo, y que solo hacía falta una sonrisa mutua, verdadera, para que su humo volviese a ser una emisión visible desde cada rincón del mundo, para que todo lo pasado volviese como imágenes fugaces, pero felices, a sus mentes. Eran jóvenes, pero sabían lo que hacían, y por qué lo hacían.
Él, sosteniendo un porro con su mano libre, al que de vez en cuando le daba alguna calada, y otras veces se le daba a la chica con el océano sobre su cuerpo. Iba en manga corta, pues su chupa estaba sobre otro vestido; una camiseta gris que le quedaba algo ancha, pero no lo suficiente como para disimular su ancha espalda que poco antes había sido abrazada; y unos vaqueros algo caídos, cuyo bolsillo trasero a veces era ocupado por una mano ajena. Así, juntos, caminaban por la calle, después de haber intercambiado largas miradas, intensas sonrisas, palabras, caricias, besos.
Al parecer el tiempo había apagado el fuego que les unía; esa vela que consumía el tiempo cuando estaban juntos. Dos años, quizás más, sin saber el uno del otro. Algo menos de dos meses intercambiando falsos saludos amables cuando se cruzaban, porque después ni se molestaban en fingir. Ambos creían que ya no quedaba ni la mecha, ni resquicios de cera en el candelabro. Lo que no sabían era que, quizás, esa vela había crecido con el tiempo, y que solo hacía falta una sonrisa mutua, verdadera, para que su humo volviese a ser una emisión visible desde cada rincón del mundo, para que todo lo pasado volviese como imágenes fugaces, pero felices, a sus mentes. Eran jóvenes, pero sabían lo que hacían, y por qué lo hacían.
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